
Entiendo perfectamente la emoción de quienes de buena fe, dedican su vida a resolver cuestiones que tienen que ver con el bien común, cuando pueden saborear los efectos positivos que produce sobre otras personas, el efecto de su trabajo como gestores de los asuntos públicos.
El aprendizaje de la vida comunitaria, nos ha permitido convivir razonablemente, tener acceso a un cuidado de la salud aceptable, poder disfrutar de las bellezas naturales o construidas y movernos con una tranquilidad razonable sin el temor a la agresión de nuestros semejantes.
El llamado “Estado de derecho”, es de esos constructos humanos imprescindibles, cuya virtualidad estriba en la garantía de que todo el mundo está sujeto al imperio de la ley y que una superestructura también sometida, compuesta de un entramado institucional equilibrado, nos garantiza seguridad y protección frente a desmanes de otros o de las propias instituciones.
La democracia y su correlato el “Estado de derecho”, se fundamentan en la voluntad colectiva de convivencia, en la asunción de responsabilidades que mas allá de lo individual, se orientan hacia el respeto de las cuestiones que propician, protegen y en definitiva garantizan la vida en sociedad, mediante el uso compartido y pacífico de las cosas comunes.
No sobran en un sistema democrático, ni los que aspiran a destruirlo para sustituirlo por una dictadura, ni los que concretan su idea de convivencia en torno a mitos que según ellos les hacen diferentes, siempre y cuando respeten las normas reguladoras de la convivencia y no incurran en la comisión de actividades consideradas legalmente como delictivas.
Pero el gobierno de las cosas públicas no es sencillo. Es cierto que se puede convivir teniendo visiones del mundo y de su devenir incluso contrapuestas, pero hay algo básico para la convivencia y es el respeto a las normas y la voluntad de convivir. Si falta una de ellas, las cosas se complican.
Sin voluntad de convivencia, en el mejor de los casos, nos convertiríamos en asociales y en el peor, podría llevarnos a ser delincuentes.
Y aquí entra en juego la segunda cuestión, que es la del respeto a la ley. Exprimir la ley hasta alcanzar el fino umbral del delito, pero sin rebasarlo, puede poner la convivencia en situaciones límite, o incluso generar situaciones que la distorsionan gravemente.
En estos tiempos, abundan los que bajo el paraguas de la libertad de expresión, se dedican a propalar infundios a diestro y siniestro, a generar y promover odios, fobias y comportamientos irracionales cuando no inhumanos, sobrepasando con creces los límites de lo razonable.
Las acusaciones de “pucherazo”, a imitación de las lanzadas desde el propio poder por los Trumph o Bolsonaro, son una de tantas tretas que pretenden poner la venda antes de la herida, que en el fondo, pretenden la deslegitimación del sistema democrático, se supone que para justificar su visión autoritaria del mundo y la legitimidad natural para imponerla.
Ni ser militar de carrera, ni ricachón profesional, ni mucho menos haber sido embajador ante la mismísima Santa Sede, da derecho a nadie, para propalar tan grotescas trapacerías.
Las cosas públicas que nos conciernen a todos como ciudadanos, deberían ser objeto de mas respeto. Quienes conscientes o no colaboran a la difusión de estos embustes, deberían intentar ser mejores personas. Algunos se lo agradeceríamos.
La “res pública” se merece un respeto. Ténganlo en cuenta.