Cada anochecer, Paquito, era testigo presencial del encierro de su padre y sus compañeros en el sótano de su casa. Allí se escondían cientos de papeles… y una máquina en la que imprimían el sudor y las lágrimas de la gente esclavizada, amordazada y sin derechos, de aquella infecta dictadura española. Y antes de que el día iluminase su clandestinidad, salían a pegar aquellos panfletos en las puertas de las casas, de los colegios, de las iglesias, de las fábricas… de las calles adoquinadas de miseria y totalitarismo.
Cuando su padre y sus compañeros y compañeras se iban a efectuar el reparto de libertades impresas, Paquito bajaba al sótano, recogía unos pocos de aquellos papeles, los escondía entre sus cuadernos escolares, se subía a su bicicleta, y repartía todos aquellos panfletos por las calles. Él también era un soldado, un pequeño soldadito de letras.
Una mañana… cuando Paquito salió del colegio, vio una enorme columna de humo que, igual que una gigantesca boina negra, tapaba su casa. El viento arrastraba cientos de cenizas de papel que se pegaron en sus ojos y en su boca. Eran los panfletos de su padre… al que habían atado y amordazado junto con dos compañeros, y con su madre y sus dos hermanos pequeños. Los habían colocado sobre la imprenta boca abajo, y los habían cubierto de papel y rociado con gasolina… Mientras Paquito contemplaba el dantesco incendio, una mano amiga lo bajó de su bicicleta… y lo llevó lejos, muy lejos, más allá de los Pirineos, y lo mantuvo a salvo.
Paquito nunca dejó de luchar contra aquella España infectada de miseria. Y, desde el exilio de un periodista devoto de Santa Información Veraz, dedicó su vida a honrar la memoria de su familia, de los compañeros y compañeras, de los amigos, y de todos los que dejaron sus vidas aparcadas en un rincón oscuro de algún sótano… para repartir dignidad.
El abuelo Paquito se levantó muy temprano, tres horas antes de lo que acostumbraba. Aquella mañana cumplía noventa años, y sabía que sería su último día. Pasó por delante de las habitaciones de su hijo y su nuera y de sus dos nietos pequeños, dejando un beso en cada una de ellas. Todos dormían, excepto su nieto mayor Francois, un prometedor diseñador gráfico, que trabajaba en su ordenador. El abuelo Paquito entró en su cuarto y lo abrazó. Francois estaba diseñando un cartel sobre los gobiernos y la corrupción. En él había un dibujo de un niño subido a una bicicleta, que con una mano sostenía una bandera republicana… y con la otra lanzaba al aire panfletos en los que se podía leer: ¡Fuera gobierno corrupto! ¡ Clase trabajadora a las calles! ¡ Defiende tus derechos!. Y firmaba aquel artículo: El niño de la bicicleta. El abuelo Paquito sonrió a Francois, miró la pantalla del ordenador… y pulsó INTRO.
Y… el abuelo Paquito se marchó feliz sabiendo que, aunque los habían esclavizado, amordazado y asesinado, no habían podido extinguirlos… y las semillas seguían creciendo, y éstas no se dejarían arrancar.
Aquellos valientes soldados de letras, que lucharon en las barricadas de su dignidad, nos enseñaron a no callar:
¡Benditos los sótanos que los escondieron! ¡Benditas las bicicletas que los condujeron! ¡Benditas sean, por siempre, sus letras de libertad, igualdad y fraternidad!… Así sea.
IN MEMÓRIAM- Aquellos que vivieron, lucharon y murieron, para defender… nuestros derechos.