2020. Antonio Campos Romay*

Si de algo sirvió este tumultuoso año que mal rayo parta, es para mostrarnos unos retos tan crueles como imprevistos, así como hacer patente  la necesidad de abordar  cambios en un modelo cuyas costuras se resienten en tiempos tan inusitados.

En apenas veinte años la sociedad planetaria, hasta el rincón más olvidado de la aldea global, sufrió en mayor o menor medida el embate de la Gran Estafa financiera seguida de una viscosa  Pandemia huérfana de autor.  Pandemia que en sus entrañas lleva un veneno letal capaz de  contaminar la sociedad, la política y la economía. Una ponzoña arcaica y autoritaria disfrazada de fórmulas avanzadas y de desarrollo económico.

Sin la menor duda los cambios que se generan en la historia humana a través del tiempo nunca son totales.  Coexisten en ellos posos de resistencia y vestigios subsidiarios del pasado que sobreviven con mayor o menor sordina. Nuestro caso es paradigmático.

Con el paso del tiempo, el sentimiento de sumisión a la autoridad en el caso español se fue modificando de forma sensible. Ante la respuesta social, las expresiones del poder se vieron forzadas a mutar su impronta, incluso en situaciones que parecieran tener asegurada una fidelidad inalterable.  Si en los años treinta la situación europea  fue un influjo negativo en la historia española, a finales de  los setenta el cambio político que se produce  cabe asociarlo en gran medida a los cambios producidos en Europa,  decisivos a la vez para el mundo.

 Si al principio del 2020 alguien pecase de optimismo, la realidad mostró que tenemos un entramado que reposa sobre una naturaleza que maltratamos, y que apenas tenemos controlada aunque pensemos lo contrario. Se destaparon las carencias que persisten en el campo de control terapéutico y de los procesos que interaccionan en el organismo humano. Algo que evidenció una pandemia como la actual, poniendo a prueba los medios científicos, operativos y humanos disponibles.

El 2020, y en general las dos primeras décadas del siglo XXI, nos recuerdan de forma descarnada algo que nos acompaña desde que somos historia. Las relaciones en el seno de las colectividades poblacionales nunca se establecieron entre iguales. Un desequilibrio y desigualdad  que fue motor de permanente lucha social, con hitos muy trascendentes en el XVIII, XIX y XX derivados en notables conquistas sociales. Curiosamente es en los inicios del siglo XXI, por mor de las circunstancias que lo acompañan donde se percibe un alarmante estancamiento en este camino, cuando no, un claro retroceso. Y con ello, un acelerón alarmante en la brecha social.

La última de las grandes conquistas colectivas fue lograr que una Europa desigual, diferenciada por un territorio central y norteño  y un área meridional a la  que cabría agregar el este continental, avance en el empeño de ensamblar las estructuras más flexibles y dinámicas con las más arcaicas y en algunos casos menos desarrollados. 

La Europa surgida de estos procesos convergentes, encaminados a transformar el viejo orden que tanta sangre y dolor generó, debiera estar llamada a un papel destacado en el plano internacional. Su plenitud solo es entendible centrada en los derechos humanos y en la ciudadanía. Configurada como morada fraternal tras siglos de desencuentros. Algo inédito, que  en ningún caso puede reducirse a un simple espacio  de mercadeo y especulación.

 El 2020  nos abandona en buena hora, pero dejando  un regusto de pesimismo e inquietud.  Nos lega la percepción  de un  estado en el que  tras muchos esfuerzos para que la ciudadanía   tuviera un papel protagónico y los instrumentos de las libertades individuales en sus manos,  ha de enfrentarse a retos tan severos como inesperados, que pueden derivar en una brusca convulsión del sistema.     

La democracia es un sistema delicado y complejo, en permanente dinámica. La democracia se basa en ideales y utopía. Cabe acomodarla pero no encorsetarla en marcos constitucionales. Una Constitución no debe ni puede ser camisa de fuerza, sino traje en permanente acomodo a las nuevas demandas.

La democracia es libertad de formular preferencias, igualdad de trato, respeto a los derechos de las personas y estricta división de poderes.  Algo que pese a ser bien sabido, es menester refrescar como conocimiento y convicción. De forma especial en este año que es cierre de la segunda década del siglo.

La democracia actual obedece a un largo tiempo de confrontaciones, donde el poder fue despojado de su sentido transcendente, sacrosanto  y su presunto origen divino. Normalizado y naturalizado por el empoderamiento ciudadano.  Pasando a residir en el pueblo y en sus representantes, elegible en todos los casos. Salvo el anacronismo de una  jefatura del estado, que por grotescas razones genéticas se le adjudica de forma atrabiliaria a una familia, violentando de forma tosca el principio de elegibilidad. 

La biografía del 2020 es casi una lectura resumida de las dos primeras décadas del siglo. Inquietudes, crisis, desasosiegos e incertidumbres. Y a mayores, con un grave agotamiento psicológico de la población. Demanda una severa reflexión tras una turbada mirada al retrovisor. La década que nace debe abordar la reconstrucción de espacios de libertad, dignidad humana y de los valores que dan sentido a la democracia. Recuperando la complicidad de la ciudadanía con ella.   

 Cada día es menos descartable que tras este año, -ni de gracia ni gracioso-, tras dos décadas aciagas, la ciudadanía tome conciencia de que la política es demasiado trascendente en sus vidas. Y que parodiando a Clemenceau, consideré que lo es tanto, como para no dejarla exclusivamente en manos de los políticos. 

*Antonio Campos Romay ha sido diputado en el Parlamento de Galicia.

Acerca de Contraposición

Un Foro de Estudios Políticos (FEP) que aspira a centrar el debate sobre los diversos temas que afectan a la sociedad desde la transversalidad, la tolerancia, la libertad de expresión y opinión. Desvinculado de corrientes políticas o ideologías organizadas, pero abierto a todas en general, desde su vocación de Librepensamiento, solo fija como límite de expresión, el respeto a las personas y a la convivencia democrática. El FEP se siente vinculado a los valores republicanos, laicos y civilistas como base de una sociedad de librepensadores sólidamente enraizada en los principios de Libertad, Igualdad, Fraternidad.
Esta entrada fue publicada en ARTÍCULOS DE OPINIÓN. Guarda el enlace permanente.