DEBE SER PRIMAVERA…

Ella… estaba sentada en un banco al sol, situado en un parque engalanado con un brillante y aceitunado césped. El conjunto ajardinado lo complementaban diferentes tipos de árboles y macizos de flores. Disfrutaba de aquel encantador paraje y… fue entonces cuando los vio pasar…

Un anciano bajaba el camino de cemento, que separaba el verdor del parque de las grises colmenas de viviendas, apoyado en un andador metálico, y lo dejaba caer en el suelo arrastrándolo pasito a pasito. Parecía un tacatá como el que, posiblemente, habría utilizado para aprender a andar en su etapa de bebé… Ahora aprendía a desandar. Se sentó al lado de Ella, en el otro extremo del banco, y comenzó a contar su historia. Había sido marinero  durante cincuenta años, y había navegado sobre las olas de todos los mares. Hacía veinte años que, estando en alta mar, había perdido a su esposa, y ni siquiera había podido llegar a tiempo para darle el último adiós. Muchos años lejos de casa, mucho sacrificio, que habían servido para darle a su única hija la mejor educación. Era una reputada abogada, igual que su yerno. Cuando enfermó y vio reducida su movilidad, lo “deportaron” del pueblo. No le faltaban cuidados, porque su hija tenía una chica de servicio que se ocupaba de él. Pero ella y su marido nunca estaban en casa… nunca: trabajo, compromisos, vacaciones, viajes… Estaba solo, absolutamente solo. Sus compañeros de calendario y parque ya no estaban. A unos, sus hijos, los habían exiliado en aquello que llamaban residencias para mayores: soledad y abandono familiar. Y otros habían fallecido. Y él pensaba, demasiado a menudo, en la posibilidad de irse con los unos… o con los otros. No quería estar solo… pero tampoco quería ser un obstáculo en la vida de su hija. De pronto, interrumpió el triste lamento de su historia y se levantó despacito, despacito, acariciando su tacatá… Mientras se alejaba observaba los árboles cargados de pequeños gorriones que, juguetones, entonaban melodiosos cánticos…  Y una lágrima se bajó de sus gastados ojos, la acarició con los dedos, y su voz musitó: “Trinan los pájaros… Debe de ser primavera”.

Ella… disfrutaba de las tibias caricias del sol en su cara… cuando vio pasar a una rubia de melena leonina, hombros cuadrados  y una inexistente cintura, apuntalada por unas piernas atléticas y larguísimas, que se prolongaban con la ayuda de unas botas de altísimo tacón. Vestía un short de terciopelo negro y una camisa de gasa, también negra, que dejaba ver un sujetador de encaje y un pecho completamente plano. Su rostro, tapado amorosamente por una mascarilla a juego con su ropa, permitía distinguir un óvalo facial fuerte y armoniosamente masculino. Caminaba con gracia, contoneándose, y tiraba de un carrito de la compra, hacía delante, como si se tratase del cochecito de un bebé. Por el paseo, de frente, venían tres hombretones, casi tan altos y fuertes como ella. Al pasar a su lado… los tres soltaron unas colosales carcajadas, tan hirientes, tan humillantes, que producían pánico. La rubia se puso nerviosa, tropezó y se cayó en el césped. Uno de los hombretones murmuró con sarcasmo: “ Ha tropezado con el rabo”, y bises de carcajadas. La rubia, tirada en el suelo con su mascarilla empapada de aflicción, rompió un puñado de margaritas en la caída. Muy apesadumbrada las recogió tiernamente en sus manos, se levantó y desapareció zigzagueando sus tacones para evitar pisar a las otras, al tiempo que decía: “ Ya han salido las primeras flores… Debe de ser primavera”.

Ella… seguía pegada a la tristeza de aquel banco… cuando sus ojos se deslizaron hacia las colmenas de viviendas. Un hombre introducía a un niño en un contenedor de basura y, con un marcado acento extranjero, le ordenaba: “¡Busca, busca!”. El niño fue quitando objetos del contenedor: un secador de pelo, un paraguas roto, y diferentes piezas metálicas, que el hombre acomodaba en un pequeño carro de madera tirado por dos ruedas. Cuando el hombre llenó el carro, rescató al niño de entre la basura, y, cuando el pequeño puso los pies en el suelo, sus ojos se encontraron con unas maravillosas zapatillas deportivas de color amarillo, que, al pisar, emitian luces en las suelas. El portador afortunado de aquella divinidad zapatera, era un niño cariñosamente custodiado por sus padres, que lo llevaban a jugar al parque infantil. El niño del contenedor seguía los pasos de aquellas zapatillas con auténtica devoción… Entonces, reparó en un lateral del contenedor… Había unas botas viejas, ni más grandes ni más pequeñas que sus pies.  Las recogió, las sacudió, las apretó contra su pecho, y pensó en voz alta: “Tiran los zapatos de invierno… Debe de ser primavera”.

Ella… reflexionaba sobre todo aquello que estaba ocurriendo a su alrededor… y, de pronto, unos gritos la alertaron. Del interior de una colmena de viviendas, una mujer salía atropelladamente al balcón y echaba medio cuerpo fuera de él. Estaba semidesnuda, y a su ropa interior le acompañaba un hilo de sangre que manaba de su boca. Inmediatamente, el portador de los gritos salió tras ella, la asió por el pelo y la tiró al suelo. Seguidamente, con igual violencia, la introdujo en la vivienda, al tiempo que gritaba: “ ¡Te he dicho que no salgas a la calle. Tu sitio está aquí dentro! ”. La joven, apenas pudo susurrar: “ Perdóname. Solo quería ver los geranios de mis macetas. Ya han florecido… Debe de ser primavera”.

Ella… se disponía a abandonar el parque y el banco, que habían sido testigos y cómplices de tanta soledad, miseria y dolor, cuando una mujer muy joven se sentó a su lado. Se quitó la mascarilla y entre sus, inexistentes, dientes apretó un cigarrillo. Se presentó y le dijo que iba a un centro de desintoxicación, al otro lado del parque, e iba a hablar con su doctora, para saber si era prudente dejar su terapia por unos días. El motivo era ir a cuidar a su madre, que vivía en la otra punta de la península… y padecía un cáncer terminal. Entonces, comenzó a plañir su historia… A los diecisiete años había dejado su casa para irse con su novio… de treinta. Pasados unos meses, él empezó a compartir sus diferentes y múltiples adicciones con ella… y, sin darse cuenta, se convirtió en puta y drogadicta. A los dos años quisó dejar sus malos hábitos y huir de su proxeneta, para lo que pidió ayuda a su madre, pero ella se la negó… dijo no. Una noche de ir de calle en calle, de hombre en hombre, de sumirse en alcohol y saturarse de anfetaminas, un ángel con uniforme de policía la encontró varada en un oscuro y solitario callejón, desnuda e inconsciente. La llevó a un centro de ayuda, y luchando con ilusión por una vida digna, allí estaba… limpia y decente. Siempre reprochó a su madre el desamparo en que la dejó, cuando más ayuda necesitaba. Y, caprichos del destino, ahora, reclamaba auxilio para ella. Y… y… no sabía qué hacer… ¿ ir o seguir con su lucha? De pronto, guardó lloroso silencio, se levantó y se alejó… con la espalda encorvada por el peso de los informes médicos que llevaba, abrazados a su vientre, en una carpeta verde… esperanza. Y… miró al cielo, señaló a una bandanda de golondrinas, y dijo para sí: “ Vuelven las golondrinas… Debe de ser primavera”.

Ellos… se alejaron del parque con el gélido aliento del invierno en el alma. Ella… se marchó detrás, con los ojos de la lluvia  descargando torrencialmente. Y… fue, en ese momento, cuando llegó y no la vio pasar, pero… debía de ser La Primavera.

María Purificación Nogueira Domínguez.

Acerca de Contraposición

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