ÉRASE…

Por María Purificación Nogueira Domínguez

A los niños y niñas de principios de los sesenta, en una España cargada de prejuicios, fanatismo y oscurantismo, en definitiva, en el fascismo, nos bañaban en una tina de mentiras que nos provocaba un distanciamiento, una disociación, de la realidad, y nos privaba del conocimiento. Muchos, en la adolescencia, cuando pudimos pensar por nosotros mismos, superamos aquellos baños. Otros se quedaron en aquellas aguas fecales… de las que todavía no han salido. Son los que siguen viendo brujas… en todo aquello que es superior a ellos… a su deficiente formación, su profunda misoginia, y altamente cualificada malignidad.

DEDOS DE… TIZA.

Aquel largo y abisal pasillo del colegio… terminaba en una pared cuya única luz entraba por una pequeña y alta ventana… a la que apenas llegaba. Lúa tenía ocho años y quería ser bailarina, escritora y… dibujante de hadas. Cada día, durante el recreo, apoyaba sus manos sobre los cristales de la ventana y se ponía de puntillas para bailar, y para ver la casa de la bruja… María. Mientras los profesores y alumnos disfrutaban del descanso en el patio del colegio, Lúa observaba la casa de la bruja, e imaginaba que María estaría quitando de su saco a los niños, que había robado por las calles al anochecer, les arrancaría la piel y luego los cocería en su enorme y negra marmita. Después corría a su pupitre y dibujaba y escribía cuentos de hadas buenas, que se inventaba para minimizar el miedo que le producía la bruja, y aquellas historias que los abuelos contaban sobre ella… y que los niños repetían.

Contaban que… María había nacido en un pequeño pueblo de Galicia, abandonado de la civilización. Decían que… desde muy joven adivinaba cosas, practicaba ritos satánicos, y había matado a muchos bebés en los vientres de sus madres. Decían que… curaba enfermedades y huesos, y que hacía pomadas, unguentos, pociones y bebedizos mágicos, que curaban todos los males… y, también, podían atraerlos. Decían…

Cuando el cura del pueblo fue conocedor de la fama de curandera de María, hizo todo lo que estaba en su mano, y en todas las manos sucias que encontró, para que la desterraran. Eran los años treinta en una España en que la Iglesia tenía mucho poder… y muy mala fe. María dejó su pueblo y se instaló con sus padres en aquella casa detrás del colegio. Cuando ellos fallecieron se encerró allí. Por la noche salía a caminar por las calles, y por el día trabajaba en su huerto, en el que tenía toda clase de hierbas medicinales, y frutas y verduras de las que se alimentaba. Aunque la gente no le tenía simpatía, y sí mucho miedo por todas las historias que circulaban sobre ella, cuando tenían un mal que la medicina no lograba controlar, o cuando un hueso tardaba mucho en curar… recurrían a ella Así que muchas madres y padres, abuelos y abuelas, acudían “escondidos” a su casa para solicitar sus servicios.

Pocas veces se veía a María por la calle, pero cuando salía, se vestía con una especie de túnica negra que le llegaba hasta los tobillos, calzaba unas alpargatas, llevaba a la cabeza un pañuelo, también negro, que tapaba casi por completo su óvalo facial… y escondía sus ojos bajo unas gafas redondas de pasta negra. Nadie conocía con precisión su cara, ni la edad que tenía, pero sabían que llevaba casi sesenta años en el barrio, por tanto, tenía muchos años… cerca de los noventa. Las pocas veces que salía a la calle, las madres cruzaban de acera y los niños se escondían tras las faldas de ellas. Lúa, también le tenía pánico a la bruja, pero no se escondía, cada día deseaba verla… y esperaba en la ventana. Se ponía de puntillas sobre sus pies de bailarina, apoyaba las manos en el cristal, y observaba la casa de la bruja… de María, de Marimanta, de La Saca Untos, de La Mujer del Saco. Y, la pequeña bailarina de ocho años, deseaba, más que nada en el mundo, saber qué estaría haciendo dentro de su casa.

Los años fueron pasando… Lúa ya tenía doce años y un día, durante su clase de ballet, sufrió una caída y se dañó un pie.Tras muchas visitas al médico, tras muchas horas de rehabilitación, no conseguía poder bailar ni caminar sin sentir molestias. Así que… la madre de Lúa decidió llevarla a casa de María, para que le viese aquel pie.

La casa de la bruja era muy acogedora y estaba muy cuidada. Había pocos muebles, pero muchos muchos libros por todas partes… por las mesitas, en la cocina, apilados por el suelo, y en enormes librerías. Todos los rincones daban cobijo a cientos de libros de medicina, botánica, psicología, filosofía, historia, música, pintura, etcétera. En el salón, donde Lúa escondía el miedo con la mirada perdida por el suelo, aparecieron una túnica y una zapatillas negras, que se  movían despacio, de las que salió una dulce voz que le dijo: “ Hola, Lúa, soy María. Espero poder ayudarte y no hacerte mucho daño”.

La voz de aquella mujer era la más dulce que Lúa había oído nunca. No era la voz de una bruja… era la voz de una hada, una hada encantadora. De las mangas de la túnica salieron unas pequeñas manos,  muy blancas y delgadas, impecablemente cuidadas, arrugadas, pero muy suaves.Unas manos que masajearon su pierna y su pie como si estuviesen tocando una dulce melodía al piano. Y, enseguida, Lúa sintió un dolor muy fuerte y un chasquido en el pie. Se levantó del sofá de un brinco, y, sin querer, dio un manotazo en la cabeza de la bruja, e inmediatamente su pañuelo cayó al suelo y también sus gafas, y su cara quedó al descubierto… Aquella mujer era igual que las princesas de los cuentos. Sus ojos eran tan grandes y azules como el cielo del verano, y su precioso pelo rubio caía hasta la mitad de su espalda en un baile de caracoles dorados y blancos. Y, a pesar de sus muchas arrugas, era preciosa. Lúa salió caminando perfectamente de la casa de la bruja, y a las dos semanas ya podía bailar.

Después de aquel milagro, cada día que Lúa iba al colegio se asomaba a la ventana del pasillo y, con las manos manchadas de tiza, dejaba sus hellas en los cristales… para que María las viese desde su casa. Era su manera de decirle que estaba allí, que no estaba sola… Era su manera de darle las gracias. María, desde su ventana, miraba las manos de tiza sobre los cristales y sonreía, levantaba su mano y la saludaba. Y… así fue durante mucho mucho tiempo, hasta que un día, María dejó de asomarse a la ventana… y un vecino, tras muchos días de no verla en su huerto, alertó de su ausencia. Y… la encontraron en su cama sumida en un eterno sueño… sonriente y sola.

Lúa se marchó a otra ciudad con su familia. Pasados diez años volvió a la ciudad de su infancia y adolescencia. Lo primero que hizo fue ir a visitar el colegio, corrió por el pasillo, manchó sus manos de tiza, y fue a ver por la ventana. Ya no necesitaba ponerse de puntillas para ver la casa de la bruja… Colocó sus manos manchadas de tiza sobre los cristales y miro la casa de María. Una triste hiedra cobijaba la casa y la abrigaba de la fría ausencia de su dueña.

Al día siguiente… Lúa fue al cementerio municipal, pero María no estaba allí. Sus restos mortales dormían en el pequeño cementerio que había al lado… El de los ateos, los rojos, los suicidas, los brujos, los malos, aquellos que los hijos de Dios… no aceptaban en su tierra santa. Entró en el cementerio de “los malos” y la buscó… Bajo la alta hierba se adivinaba una sepultura… y una pequeña lápida con su nombre y apellidos daba fe de que ella dormía para siempre allí. Lúa se arrodilló ante la cama térrea de María y unas pequeñas lágrimas se pusieron de puntillas… y comenzaron a bailar en sus ojos. Aquel no era el lugar en el que tenía que descansar María. Ella era una mujer sabia, honorable, sencilla, digna, empática y solidaria, una doctora de la Naturaleza… y, tal vez, una hada mágica, pero hasta en su muerte la habían desconocido, la habían equivocado, la habían crucificado.

Camino de su coche… Lúa miro hacia el pequeño cementerio y se prometió que llevaría a María a su huerto, y allí sería mimada y amada por sus plantas medicinales y sus flores. Lúa entró en su coche, agachó la cabeza para introducir las llaves en el contacto… y cuando la levantó, miró en el cristal unas huellas de tiza de unas delgadas y pequeñas manos, que formaban un precioso lienzo cristalino. Lúa miró al cementerio y sonrió. Aquel era el abrazo que le enviaba María… la Bruja Sabia, desde donde quiera que estuviese.

María Purificación Nogueira Domínguez.

Acerca de Contraposición

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