
Aquella noche llovía torrencialmente… y un conductor, que llevaba en el cuerpo más alcohol de lo que podían transportar las seis ruedas de su camión, arrastró el automóvil de sus padres a una carretera adyacente con destino a … El Cielo. Sandra tenía tres años y los únicos padres que volvió a ver fueron los que acudían al orfanato a demandar niñas para liberarlas de su identidad grupal… y obsequiarlas con una familiar.
Cuando Los Adoptadores visitaban el orfanato… las monjas engalanaban a las niñas, las excarcelaban de su frío uniforme gris, y las vestían con la ropa que las señoras pudientes desechaban de los armarios de sus hijas. En esos días especiales, Sandra recibía las instrucciones de Sor María, la monja que se había convertido en su madre espiritual, su maestra y su amiga. Y la exhortaba a ser amable y responder a todas las preguntas, y, sobre todo, a sonreír, sonreír siempre.
Durante tres insustanciales años se “liberaron” del orfanato muchas niñas, pero… ella no. Sandra seguía allí, ataviada con su precioso vestido blanco de gasa, que las monjas ampliaban cada año, calzada con unos zapatos blancos de charol, que cada muchos meses cambiaban de número, su precioso y lacio cabello rubio siempre acompañado de una cinta de raso roja, su amplia sonrisa y su ingenua mirada azul. Tras la entrevista de Los Adoptadores, tras los esfuerzos de Sor María y de Sandra para lograr una familia, se repetía la misma escena: Los papás y mamás escondían la mirada, le sonreían tímidamente, se despedían con un beso, y se marchaban de la mano de una niña… que no era ella. Así era siempre, golpe a golpe… beso a beso.
Sor María arropaba el desánimo de Sandra. La llevaba al jardín, junto a la fuente de piedra y el herbolario, y le contaba cuentos de hadas y duendes, jugaba con ella al corro, cantaban… y suavizaba sus arañazos. Y le seguía contando fábulas, diciéndole que pronto tendría una familia… porque todas las niñas eran hijas de Dios. Sandra no decía nada, pero pensaba que ella era una hija bastarda y Dios… no la reconocía. Cuando Sandra volvía cabizbaja de sus entrevistas adoptadoras, Sor Angustias, la monja más perversa del mundo infantil, murmuraba entre dientes: “ Nunca saldrá de aquí. Está pagando por los pecados de sus padres biológicos. Es el castigo de Dios”. Y, un día de desafección, Sandra dejó de rezar a un dios que le hacía cargar con una cruz que no le correspondía… Así que creó a su propio dios, y, en un cartón blanco, dibujó un cristo al que vistió con una túnica blanca de gasa y calzó con unos zapatos blancos de charol, le coloreó el cabello y los ojos de su misma tonalidad, lo plastificó, y lo guardó a la orilla de su corazón.
Cuando Sandra cumplió diez años… le negaron hacer la Primera Comunión. Cuando cumplió catorce… tuvo su primera menstruación y su inmediata esterilización. Y cuando cumplió dieciocho, con su bachillerato bajo el brazo, le regalaron un empleo de cajera en un hipermercado y un piso compartido con una compañera del orfanato. Todo el empeño de Sor María, todo el esfuerzo de Sandra, había dado sus frutos. Era autosuficiente y una vida le esperaba fuera. Había roto la maldición de Sor Angustias. Pero… pero siempre estaba sola. Su compañera de piso, sus compañeros de trabajo, se marchaban y se despedían de ella con un sonoro “ hasta mañana”… y un callado “ tú no estas invitada”, y le escanciaban el beso de rigor. Así era siempre, golpe a golpe… beso a beso.
Sandra se refugiaba en el hábito cariñoso y compañero de su madre y amiga Sor María, la que siempre estaba. Un domingo de confidencias, Sandra le preguntó por la fijación que Sor Angustias tenía con los pecados de sus padres biológicos… Sor María sabía que Sandra había asimilado perfectamente quién era, y se lo contó: “ Sor Angustias era una religiosa medieval, una inquisidora, torpe espiritual y socialmente, y creía que tus padres estaban en pecado porque no se habían casado, y, y, y, bueno, pues… porque eran primos. ¡Pobre, Sor Angustias! Que en gloria esté… en El Infierno”.
Sandra siguió siendo una empleada responsable y perfeccionista, y la más fiel amiga de piso y trabajo. Pero estaba harta de que no confiasen en ella. Harta de que, a pesar de ser muy eficiente, la gente se amontonase a la salida de su caja para revisar la factura… “ por si acaso”. Harta de golpes y posteriores besos iscariotes, de que unos bajasen la mirada a su paso y otros sonriesen de forma irónica. Harta de que la gente se dirigiese a ella elevando exageradamente el tono de voz y gesticulando, como si ella no fuese capaz de entender lo que le decían. Harta de que unos y otros la hiciesen sentir, cada segundo de su vida… “diferente”.
Un domingo… Sandra no pudo abrazar a Sor María, no pudo sentir su cálida sonrisa de complicidad, no pudo… porque ya no estaba. Se había ido con su benevolencia y su dulce hábito blanco. Las palabras de una monja llorosa, que le informaba del triste final, se aproximaban a su cuerpo y se convertían en cuchillas que se hundían en su pecho.
Aquel lunes… Sandra no estaba sentada en el banquito de entrada al Hipermercado, esperando pacientemente a que le abriesen la jornada laboral. No estaba su sonrisa y sus empáticos saludos : “¡Buenos días, compañeros! ”. No estaba su bolsita nevera con la comida preparada la noche anterior. No estaba su bolsito de tela floreada… No estaba ella.
Su compañera de piso la encontró… Sandra estaba acostada en la cama, descalza y desnuda. Sobre su cuerpo se extendía un vestido blanco de gasa, roto y tan pequeño que apenas le tapaba el pecho y el vello púbico. La eterna cinta de raso roja de su cabello hacía juego con el carmín que teñía su confiscada sonrisa. Las manos se apoyaban sobre su pecho, y bajo ellas dormía un deteriorado cartón blanco plastificado, en el que se adivinaba el dibujo de un cristo. A Sandra, igual que su estampita y su vestido blanco de gasa, se le rompió el corazón… de tanto estirarlo.
Cada año en la Noche de Difuntos… las niñas del orfanato se reunen a la lumbre de la chimenea, comen castañas y cuentan una historia de fantasmas: “ A la luz de la luna, cerca de la fuente de piedra y el herbolario… aparece una monja de la mano de una niña vestida de blanco y adornada con una cinta de raso roja en el cabello. Ambas juegan al corro, cantan y bailan, se tumban sobre la hierba y sonríen cómplices… hasta que sale el sol. Junto a ellas… Cristo las observa complaciente y, también, sonríe. Un cristo vestido con una túnica de gasa blanca, el cabello largo y rubio, unos rasgados ojos azules, y una corona de espinas con una cinta de raso roja trenzada entre ellas. Un cristo hecho a imagen y semejanza de la niña. Un cristo… con Síndrome de Down”.
María Purificación Nogueira Domínguez.