Día de fiesta de Antonio Fernández- Carlos Rico. Espacio literario

???????????????????????????????Antonio Fernández, nos trae un relato que tiene, ya verán, su encanto y su «miga».

Día de fiesta

 Bailaban alegres las parejas en el atrio de la iglesia, al desafinado son de unos toscos instrumentos en los que cuatro aguerridos virtuosos del pueblo trataban de ejecutar un movido pasodoble, y todo era algazara y sana alegría en aquel día de fiesta en la pequeña aldea. Las mozas lucían sus más galanas prendas, y los jóvenes labradores, rudos y fuertes, se apiñaban en los improvisados bares donde bebían desordenadamente, haciendo al paso de aquellas, atrevidos comentarios que celebraban con estrepitosas carcajadas.

Los escasos niños de la parroquia invadían el recinto correteando incansablemente de un lado para otro, y los aún menos numerosos ancianos contemplaban complacidos como la gente joven se divertía, recordando con añoranza los tiempos que ellos habían sido los protagonistas de aquella algarabía. De pronto, la alegre tarde estival tornóse triste, y lo que hasta entonces había sido ruidoso jolgorio, convirtióse en mudo desencanto al observar como en el lejano horizonte aparecían espesos nubarrones que, en un tiempo incríblemente corto, cubrieron el cielo azul completamente, con la implacable amenaza de una tormenta que se avecinaba con pasos de gigante y que, ya en lo alto, anunciaban, cual heraldos apocalípticos, un sinfin de relámpagos impresionantes y aterradores.

Desalojóse el recinto como por arte de magia, y mientras los asustados aldeanos corrían hacia sus casas, empezaban a retumbar horrísonos truenos que dejaban en ridículo las bombas de palenque de pretenciosa potencia lanzadas al comienzo de la fiesta y que habían sido el orgullo de los ingénuos organizadores.

Más que llover, diríase que un nuevo y devastador Diluvio se precipitaba sobre el pequeño villorrio, anegándolo y destruyéndolo todo. Los caminos quedaban transformados en caudalosos ríos y las eras semejaban pequeñas lagunas en las que flotaban, a modo de toscas embarcaciones, los haces de heno que tan sólo unas horas antes habían sido primorosamente depositados allí por los sacrificados campesinos, como bien ganados trofeos de sus esfuerzos en la siega. Era como si la Madre Naturaleza hubiese querido vengarse de aquellos que, poco antes, habían arrancado el fruto de sus entrañas y, celosa guardiana de sus tesoros, desatara ahora iracuda toda su fuerza para castigar a los culpables… Grano, piensos, provisiones, aperos, todo iba desapareciendo ante los atónitos y espantados ojos de aquella pobre gente que, ante tamaña catástrofe, no acertaban a comprender cuál era el terrible delito por el que se los castigaba.

Posado en lo alto de la cruz del campanario de la vetusta iglesia, un gorrioncillo lanzaba patéticos gorgeos viendo como su nido era arrastrado por la riada, llevando con él a sus indefensas crías que, apenas un par de días antes, habían venido a la vida. Cuando la última de ellas desapareció bajo las aguas cesaron sus quejas y dirigió su diminuto pico abierto hacia los negros nubarrones como queriendo buscar entre ellos un pequeño resquicio por donde hacer llegar al infinito misterioso su pregunta inocente, acusadora, tremenda; «¿Por qué?»

                                                                                     Antonio Fernández

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