Cuando uno lee, cualquiera que sea el que lee, siempre encuentra algo con lo que se identifica: mediocridad, vulgaridad, mezquindad…, o con lo brillante, lo extraordinario, lo magistral…
—‘Yo siempre me considero brillante, extraordinario, magistral… —eso afirma quién está en el vértice piramidal, mira sólo a su ombligo y afirma sin turbarse—: lo mediocre, lo vulgar, lo mezquino… no tienen cabida en mi vida’.
¿Qué pesa más, un cerebro, unos bemoles o unos ovarios?
Observa, piensa…
¿Existes?
Si existes en esa mediocridad que es pasar por la vida dejando huella, pero sin hacer camino…, poco meritorio es tu caminar. ¿Existir para eso? ¡Desdichado destino! Sería la huella de la trivialidad, de la chabacanería, de la infamia…, que, como todo lo fútil, pronto pasará al olvido, aunque al daño ocasionado nunca se le hará justicia.
Pienso —a veces no debía, o sí, por diferenciar…— ¿Qué tipo de trabajo puede hacer alguien tan mediocre y de espíritu tan ramplón?
¿Creéis en el espíritu? Sí ¡Claro que creéis! Sois los que más creéis en la divina providencia y os consideráis dioses en vuestro particular Olimpo y la amaurosis no os permite ver vuestra decadencia.
Creéis en los ideales, donde lo anodino se vuelve genial con el agua bautismal.
¿Sabéis qué dicen las neuronas del resto de los mortales? Eso ni os lo preguntáis, porque miráis de tan arriba, que nada os parece digno de ser mirado.
¡Por todos los dioses!
Que no sois dignos de que se os dedique un segundo de un valioso tiempo que no os merecéis, pero ellas —¡qué sabias son las neuronas!—, se detienen y recapacitan y preguntan: ¿nacisteis, fuisteis o os hizo la vida así de viles? Tipos ladinos, acomplejados, depravados…, que actúan cobardemente, sin importarles las acciones inmorales; seres llenos de resentimiento, de odio…, pero con poder —de los que sobran en la sociedad—, mas están —estáis— ahí y os habéis propuesto una meta: la de serviles con los poderosos, la de tiranos con los débiles. ¡Deplorable conducta!
¿Tenéis miedo?
No menos de lo que sembráis.
Cada uno es dueño de sus miedos. ¿Cuál es vuestro miedo? ¿A que la providencia os muerda el talón o que alguien más mediocre os hurte los privilegios que nunca habéis merecido?
¿Y la moral?
¡Oh, la moral!
¡Infortunada moral!
Privada de estima y ausencia de valores.
¿Cuál es vuestra moral? Se trata de un bien general y de acciones humanas encaminadas en un orden de bondad… ¿o maldad?
¿A qué altura está el listón de vuestra perfección?
Sin temor a errar, entre las rodillas y el ombligo, si bien la imperfección está gestada en ese otro cerebro neurótico con una sustancia gris menguada, pese a los peldaños escalados.
Se nace hombre o se nace mujer… mas, las personas se hacen.
Mobbing —el acoso laboral—, para que los más comunes de los mortales lo entienda—, no es exclusiva de un género —algunos hombres y algunas mujeres, de todo hay—, llevan a cabo una actitud nociva para la convivencia que contribuye a crear una mediocre sociedad.
¡Mobbing! Una conducta endémica que hace infeliz al que lo sufre y, ¿cómo al que lo induce?
¡El absentismo laboral! ¿Cuánto nos cuesta? ¿Alguien lo cuestiona?
Los sujetos que lo provocan se consideran ideólogos de lo trivial. ¡Sólo mediocridad!
El concepto de ser (hombre o mujer) es elevado, aunque, a veces, las circunstancias lo devalúan. Intento —no siempre lo consigo— que no se caiga en el fango (mi concepto). Y cuando no puedo evitar el precipicio… ¡Plaf! Se descuartiza y, como el espejo del jorobado, me devuelve miles de hombrecillos y mujercillas irreverentes.
Lector/lectora, decidme, pues:
¿Cuánto pesa el cerebro de un acosad@r? ¿Menos que sus bemoles? ¿Menos que sus ovarios?
*Licenciada en Pedagogía