¡Qué breve puede ser el amor…. qué duradero se puede hacer el olvido!
No llegan los sueños para calmar los infortunios de la vida.
No basta una copa de vino, ni la tertulia de la noche del viernes para llenar el vacío que provoca la soledad.
Bastan —o no— las verdades a medias o las medias mentiras… esas falacias que intentan parecer algo verdadero y solo dan cobertura a carencias como la valentía de ser o la cobardía de parecer.
No existen razones o argumentos que justifiquen las consecuencias.
¿En qué pericia argumental se esconde algún elemento que justifique la verdad o la mentira?
¿Qué circunstancia hace que una sea más válida que la otra?
¡La circunstancia!
¿Es la circunstancia la existencia de un sueño por soñar en los laberintos de la razón?
¿Por qué tanto espacio yermo en tan extenso vergel?
¿Por qué se envuelven los ideales en tela de mortaja?
¿Por qué envejecen las flores al contacto con la mano del humano?
Ya no hay dogma en hadas madrinas que transforma las tragedias en comedias. En la conjunción del elemento trágico y cómico —la tragicomedia—, el antihéroe se precipita en el abismo de la desventura.
Se han muerto las musas, los héroes, la magia, los dioses… sembradores de sueños y recolectores de infortunios.
La rutina —indolencia indómita— se convierte en bruma —como el tul de crisálida— que atrapa la voluntad y la sombra del tiempo apresa, inexorablemente, la depreciada alma… donde el amor dejó de ser altruista para ser moneda de cambio… o mendicidad.
Hoy no ha brillado el sol, tampoco lo hará mañana, ni pasado… ¡Nunca más! Nunca más aquellos ojos verán la luz como antes la percibieron… solo a través de un tupido velo negro, cortina simuladora del llanto…
No habrá luna esa noche… ni la siguiente…ni la otra… solo la tenebrosidad que va cercenando la existencia y como si de una casualidad se tratara —o no—, que solo
existieran cómplices de las derrotas, dejando que el infortunio gane las batallas, para que la dicha pierda la guerra.
Y volviendo la mirada… solo se perciben los restos del naufragio y como el náufrago, impávido, contempla los deshechos —dirimida lucha—, se adhiere al único resto flotante a la deriva: los girones del alma.
La rutina, esa anacrónica circunstancia a la que se ha acomodado y de la que cada cual es esclavo a su manera, encerrada en el terreno del hastío que se hizo forma de vida, aquella que todo lo enmascara hasta tal punto que se cree su ficticia forma de cohabitar y enarbola la bandera del fraudulento optimismo.
¡Nada más lejos de la verdad!
La frustración —el fracaso— consumado y asumido, se ahoga en torrentes de soledad y en ese océano de mediocridad se sobrelleva —con cierta dignidad— la zozobra y el inevitable naufragio, manifiesta y atroz realidad, donde se finiquita la ilusión, la fantasía… y solo sobrevive, dentro de cada cual, la mueca incómoda de una rebelión inconclusa, para seguir viviendo en la ambigüedad con destreza.
.* Dalia Koira Cornide es Licenciada en Pedagogía