MÁS ALLÁ DE LA LÍNEA DEL HORIZONTE – Dalia Koira Cornide*

La línea del horizonte se recortaba en el atardecer. Las nubes sembraban de sombras el firmamento. La luz quebraba la cortina del resplandor rojizo que viajaba por el espacio sideral. Era el momento más sublime para el pequeño  Benjamín contemplar con sus cándidos ojos cómo, cada día, aquel globo de fuego sobrevolaba su cabeza y  desaparecía en la línea  finita de ‘su’ universo.

—¿El sol también duerme, Valerio? —Preguntaba el niño, creyendo que más allá de la línea del horizonte, donde el cielo parece copular con la tierra,  se terminaba el mundo.

—No, Benjamín. El sol no duerme, da luz y calor a otras tierras,  a otras gentes… —Valerio hizo un significativo gesto con ambas manos como queriendo abarcar el globo terráqueo y añadió—: la tierra es un gran balón —le dicen esférica— le llaman  planeta y da vueltas alrededor del Sol —le dicen… girar…

Benjamín hizo un gesto dubitativo. Él nunca cuestionaba lo que decía Valerio. Pero eso de que la tierra daba vueltas —giraba—le rompía sus ingenuos esquemas.  ¡Y que se llamara planeta…! ¡Planeta! ¿Qué es un planeta?

—Un cuerpo formado por una parte sólida que es la tierra y otra líquida… los mares y los océanos…—y después de una pausa—. Mares y océanos inmensos…

Benjamín le miró perplejo y después echó una ojeada a todo lo que le rodeaba. Entonces,  si da vueltas y vueltas… ¿por qué no  caemos?

Por la gravedad.

—¿Qué es la gravedad?

Valerio, con cierta perplejidad, encogió ligeramente los hombros. ¿Qué es la gravedad? Él, que nunca había oído hablar de Newton ni de la historia de su manzana  ni de Einstein…, ni jamás había escuchado la definición de gravedad.  ¡Vete tú a saber! Eso he oído, pero no entendido…

—¿Dónde lo has oído? ¿Allá? —Benjamín apuntaba con su índice hacia el horizonte.

—Sí. Supongo… Allá… Sí.

El niño miró sus pies desnudos y los ajustó al suelo.  La tierra no puede moverse, Valerio. Mira mis pies, y al decirlo le asía la manga de su corroída chaqueta.

Benjamín la notaba firme e inmutable bajo las plantas de sus diminutos pies. Y aquella bola rojiza y lejana era la que se movía y se escondía detrás de aquel límite infinito; finito, próximo y palpable para los inocentes ojos del infante.

—Dicen que sí —afirmó el anciano con la mirada perdida—, el tercer planeta del Sistema Solar…

—¿Por qué lo sabes?

—Porque lo he oído… Si, oído… Benjamín, allá lejos, a donde me han llevado con la promesa de hacerme rico…  Pero no fue así…—y exclamó después de una pausa—. ¡Si hubiera sabido leer…!

—Tú sabes leer…

—Muy poco. Y menos escribir.

—Pero escribías cartas.

—No, Benjamín, no las escribía yo, me las escribían.

—Padre sabe leer —afirmó Benjamín—,  Madre, no, pero guarda todas tus cartas.

—Ya. ¡Claro! Las mujeres iban muy poco a la escuela… aprendían a deletrear el ‘Silabario’,  ya era suficiente para leer el catecismo… ya era suficiente; los muchachos íbamos un poco más, por eso de ‘servir al Rey’, pese a que éramos mucho más útiles cuánto más indoctos.

Valerio recuperó los recuerdos que habían marcado su vida: una brumosa tarde de abril, con lo puesto y apenas unos reales en el bolsillo, abandonó Valhondo con solo una idea en su mente: dejar toda aquella vida de penalidades, frustraciones y miserias y hacerse un hombre con posibles. Pero la fortuna no le sonrió. Recolectó tabaco, cortó caña, compartió hacinamiento con otros desdichados,  durmió en la calle… y  sobrevivió. Conoció la existencia de otro mundo  cuyas líneas a él no se le permitiría traspasar jamás. Cada noche, en cualquier improvisado camastro, con la espalda rota y quemada, las manos doloridas y agrietadas, el estómago vacío…, no sabía qué tiempo fue peor en su vida, si aquel, cuando era joven y hacía de pastor de rebaños tísicos, o aquel otro donde sólo era un despreciado ‘bracero’. Y,  ahora, la última etapa de su nimia existencia —su cruel presente—  era un incómodo desecho.

El anciano movió ligeramente la cabeza de un lado a otro para espantar sus pensamientos y volver a esos instantes crepusculares que le brindaba la naturaleza, que  eran los más sublimes de su banal existencia. Sujetó con firmeza la mano de  Benjamín y expandió su mirada por el horizonte. Valerio se impregnaba de aquel atardecer que le pareció único, el cromatismo, el resplandor, su fugacidad…, posiblemente, visto con la luz de la razón, y Benjamín le imitaba con los ojos de la candidez.

De manera súbita, Valerio sintió una intensa opresión en el pecho y un vivo dolor sobre su costado izquierdo le impedía respirar. Perdió el equilibrio hasta que su frágil  y desnutrido cuerpo se desplomó sobre la tierra yerma. Benjamín se agachó y tocó la cabeza nevada del anciano que había quedado apoyada en un surco, mirando a la bóveda celeste, mientras el resto del cuerpo tomaba una forma quebrada e incomprensible para el chiquillo. Deslizó su diminuta mano hasta la frágil y desnutrida del anciano.  La asió: Levántate, Valerio. Se hace noche.

La silueta de Valerio se recortaba con el crepúsculo. Su estática y compleja postura dibujaba una perpleja expresión en el rostro del niño que le observaba sin comprender el por qué de aquellos ojos desorbitados de mirada estática, vidriosa e  inmóvil y como su desvalido cuerpo había quedado tendido sobre los erosionados surcos. El maltrecho cuerpo de Valerio fue arrastrado al interior de la vivienda y colocado sobre un ajado jergón sobre el que habitualmente dormía; ahora, el sueño de la eternidad.

A Benjamín se le encendían sus ojos negros de mirada inquisidora.  Observaba  estoicamente la escena y se le agitaban las entrañas…Y recordó como aquellos  adiposos brazos blanquecinos, sus abultados senos asomando grotescamente sobre un prominente escote, sus gruesas caderas cimbreantes insinuándose sobre unas piernas robustas y sebáceas le obligaron a quedarse absorto… y miró hacia  aquel pasado que le había robado su inocencia.

—Mamá ¿Por qué los niños nacen muertos?

—Porque así lo quiere Dios.

Y la madre le ofrecía una hierática sonrisa sin más preámbulos y continuaba con sus tareas universales.

—¡Chorradas! —Exclamaba lleno de indignación— De existir, Dios no se mete en esas cosas. Me lo dijo Valerio, el niño de la Divina Encarnación vino muerto porque el cordón umbilical que le alimentaba se enredó alrededor de su frágil cuello y, con la misma precisión de una soga, la criatura se agitaba dentro de su vientre para ir languideciendo y detenerse.

Doblaban las campanas a muerto; su eco, en el silencio de la noche, acuchillaba Valhondo, con la misma precisión que la palabra perversa lacera las almas. Valerio pasó del jergón a un féretro de madera de pino forrado con tela blanca y brillante. Sus remendados pantalones de pana y su camisa de estopa fueron trocados por otros negros y ajados y por una camisa de lino que el anciano conservaba para ir a misa el Domingo de Ramos. También se le puso la chaqueta negra con abundante mugre en el cuello y en los puños, que guardaba como una reliquia. Era cuanto poseía y era cuanto llevaba como mortaja.

Benjamín  seguía observando desde la penumbra la escasa luz que se expandía sobre el féretro del fallecido.     ¡Qué sutil es la línea entre la vida y la muerte!  ¡Qué inmensa la sima que provoca!¡Cuánto le echaría de menos!

Solo él. Sí. Solo él. Su ‘abafante’ aliento a tabaco masticado, que con tanto cuidado cultivaba en el huerto. Le repugnaba hasta provocarle náuseas, pero echaría de menos sus profundas arrugas, sus ásperas manos, sus casi imperceptibles labios cubriendo unas encías sin dientes, sus monólogos al atardecer… Valerio apenas sonreía y cuando lo hacía, solo dibujaba una mueca…            ¡Ya  nunca más!

Tampoco, nunca más volverían al campo a escuchar el gri-gri de los grillos ni el canto de los jilgueros ni el croar de las ranas. Valerio ya no podría mostrarle las diminutas madrigueras de los ortópteros ni los bien elaborados nidos de los gorriones. Nunca más, en las noches tibias de verano, verán al murciélago rondar, la luciérnaga volar, las estrellas fugaces el firmamento rasgar…

El futuro ya es pasado.

Cuando las sombras  de la noche  comenzaban a ser desplazadas por la tímida luz del alba, Benjamín contempló el  ataúd de pino donde Valerio parecía dormido con la sonrisa varada en su rostro cetrino.  Observaba como haces de mortecina luz danzaban sobre su rostro inerte y no  lograba apartar de él  sus ojos negros. Aquella patética imagen quedó impregnada en sus infantiles retinas como una irreparable pérdida que su cerebro  era incapaz de entender.

El túnel de la muerte se hizo evidente por primera vez en su corta existencia y también por primera vez le arrebataba todo aquello que su infantil corazón amaba.  El viejo gigante le arrastraba por la vida, le protegía y le acompañaba en la soledad de sus solitarios juegos… Fueron confidentes y testigos de promesas que nunca se cumplieron. Fueron incomprendidos como lo es casi todo en la misteriosa alma de un niño y en los azarosos sentimientos de un anciano.

 

*Dalia Koira Cornide es Licenciada en Pedagogía

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Acerca de Contraposición

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