CIUDADANÍA Y NACIONALIDAD.-José I. Aymerich Muñoz*

Antes de entrar en materia habría que aclarar, dentro de lo posible, el concepto de nación. Y digo dentro de lo posible porque entran en juego los sentimientos. Y como bien decía Bertrand Russell los sentimientos no pueden ser explicados por la razón, todo lo más juzgados moralmente. Añadía, la razón puede concluir que el odio es malo y el amor bueno, pero no puede explicarlos.

Pues bien la nación puede ser vista desde dos enfoques, el jurídico-político, republicano o francés y el cultural, esencialista o germánico. En el primero, todos aquellos que viven en el territorio de la nación, aceptan sus reglas y expresan su deseo de convertirse en ciudadanos, pasan a serlo automáticamente en pie de igualdad con los demás ciudadanos. En el segundo, en cambio, esto no es suficiente, se exige que, además de aceptar las reglas, el candidato renuncie a su cultura aceptando como propia la de la nueva nación. Integración se llama esta figura. En casos extremos, esto ni siquiera es suficiente, porque nunca serán étnicamente parte de la nación.

El concepto de ciudadanía encaja pues en la primera de las concepciones. Representa una concepción más republicana, valga decir más laica en su más amplia acepción. En el espacio común todos deben aceptar las normas decidas por todos, en el privado, dentro de ciertos límites impuestos también por las normas comunes, cada uno tiene libertad de creer y pensar lo que buenamente le parezca, y actuar en consecuencia. Todo esto independientemente de su origen, su edad, su raza, su sexo, su orientación sexual y sus creencias y opiniones de todo tipo. Naturalmente igualdad de deberes, pero también de derechos, por el mero hecho de ser ciudadanos.

La nacionalidad es un concepto más esencialista, racial en algunos casos, cultural en otros. Y, los más suaves de sus defensores, dicen que la base es la voluntad de vivir juntos compartiendo una misma cultura. Esta posición está reflejada en un relato corto de Castelao, en el que un rapaz negro, procedente de Cuba, se afincaba en Galicia. Aprendía la lengua y se adaptaba a sus costumbres de tal manera que, el autor concluía, era más gallego que muchos gallegos.

Los límites son borrosos, porque la voluntad de vivir juntos aproxima a la nacionalidad a la ciudadanía.

Uno de los principales problemas es el uso equívoco de las palabras. Por ejemplo, en Europa, en general, se tiende a usar más el término nacionalidad. Así ocurre en España. No en Francia, donde la tradición republicana está más arraigada. En toda América se emplea el término ciudadanía, en parte porque todos los Estados surgieron como repúblicas que lucharon contra los respectivos Imperios monárquicos, y en parte porque su abigarrada procedencia impedía, en aquel momento, definir naciones culturales.

Aunque, en realidad, el término europeo de nacionalidad se aproxima a la concepción de ciudadanía. No en vano muchas monarquías devinieron en repúblicas. Para dejar clara esta cuestión, la UE ha adoptado, para definir a las personas físicas titulares de derechos derivados de sus normas, el término de ciudadanía.

Hay casos, digamos, especiales. El Reino Unido (de momento), emplea la expresión más neutra, de “posesión de pasaporte británico”. Y la extinta Unión Soviética usaba una doble denominación, ciudadanía soviética y la nacionalidad que correspondiese.

¿A que viene ahora toda esta excursión? Pues a que la ultraderecha, se llame así o no, pretende ayudar solo a los “auténticos” españoles, italianos, finlandeses, alemanes, húngaros,… Desconozco si en los demás Estados pasa lo mismo, pero un ultra español decía. “No basta con tener DNI español [ser ciudadano], hay que ser español de verdad [nacional]”. No explicaba que entendía por español de verdad, pero se supone que los que a ellos les caigan bien. Lo que nos lleva a un cierto neofeudalismo. Es decir, los que sean nuestros “siervos” serán protegidos, los que no comulguen con nosotros serán, en el mejor de los casos, arrojados a los caminos a que sobrevivan como puedan.

En el fondo, toda esta sobreactuación no es más, bajo su máscara de aparente energía, que una confesión de sentimiento de debilidad. De miedo en definitiva. El problema es que, como le decía el Maestro Yoda a un casi niño Anakin: “Miedo en tí percibo”. Y concluía que ese miedo, pasando por el odio, lo empujaría al Lado Oscuro. No olvidemos que la estética de Darth Vader recuerda a la nazi.

Así que, una vez más, seamos epicúreos. Tratemos de combatir los miedos de nuestros contemporáneos, tal como trataba de hacer Epicuro, para evitar, en lo posible, el tránsito al Lado Oscuro.

*José I. Aymerich Muñoz es Licenciado en CC. Económicas (USC) y Derecho (UNED). Jubilado de NCG. Abogado ya no ejerciente y librepensador mientras el cerebro aguante.

Acerca de Contraposición

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