¿Qué preguntas debíamos hacernos en momentos decisivos de la historia? ¿Qué se puede hacer para cambiar el destino de los pueblos? ¿Por qué la demagogia de los destructores de Todo mella la conciencia ciudadana? ¿Por qué los constructores de la Nada se erigen en salvadores de la patria?
Mi abuela, muy sabiamente, solía advertirme, para contrarrestar los efectos del adoctrinamiento: “Nunca creas en las promesas de los salvadores de la patria. No existen los redentores, solo demagogos hambrientos de poder, llenos de ambición a los que no les importan a quien dejen en el camino con tal de alcanzar sus fines…”. Muchos años después, con tristeza y mucho desencanto, hay que reconocer que los protagonistas del escenario político no han mejorado en sus estrategias, más bien han empeorado en su dialéctica y qué decir de sus formas. Ya no tienen capacidad para transmitir ilusión, ni pericia para la seducción o lo que es lo mismo, no resultan atractivos y carecen de la capacidad de persuasión. Resucitan viejos fantasmas envueltos en banderas oportunistas.
Hace 2446 años nacía en Atenas un niño que en su juventud quiso dedicarse a la política, pero tal fue su desencanto de los malos gobiernos y sus quehaceres corruptos que optó por la Filosofía. Había sufrido las guerras del Peloponeso (casi 30 años), y una serie de circunstancias le condujeron a buscar el estado perfecto y justo. Tuvo como maestro a Sócrates y atónico presenció su juicio y fue testigo de su condena a muerte: el poder político condenaba a muerte al poder intelectual, lo que tantas veces se repitió a través de los siglos. Este sabio ateniense —Platón—, figura central de los tres grandes pensadores, los pilares de la Filosofía, tuvo como discípulo a Aristóteles.
Después de la muerte de Sócrates huyó de Atenas, se apartó de la vida pública, pero hizo de lo político el tema central de su pensamiento y llegó a concebir un modelo ideal de Estado. Teorizó sobre las formas de Gobierno del que afirmaba que se suceden en orden cíclico y que cada régimen —sistema— es siempre peor al anterior.
La educación debía estar en manos del Estado y debía iniciarse con actividades lúdicas para desarrollar en el niño la compresión y acercarle al valor de las cosas y al sentido de la Ley. La enseñanza debía girar en torno a la música y a la poesía. Transmitir sensibilidad, lenguaje hermoso… instruirles en la Dialéctica.
Pero… como en todo, siempre surge un “pero”. Bajo el encanto y la belleza de la palabra se podía ocultar algo negativo, pernicioso… la narración con fines ideológicos —alienación—, la razón por la que Platón censuraba la poesía en su ‘polis’ ideal. La educación debía suscitar una manifiesta virtud, un especial interés, amor por la belleza y desarrollar la moderación, el diálogo, la grandeza del alma… Para el filósofo la política debía ir de la mano de los sabios que también debieran ser portadores de virtud y honorabilidad.
A través de la historia muchos fueron los gobiernos padecidos por la humanidad y ninguno bueno. El concepto de Estado es relativamente reciente. Desde la antigua Grecia que hablaba de Aristocracia, el gobierno de los mejores, portadores de la sabiduría, por supuesto, discutible y nada convincente. La Timocracia, el gobierno de ambiciosos cuyo predominio iría de la oligarquía al poderío de los ricos, cuyo fin primordial estaría en el acopio de la riqueza. La Tiranía: el gobierno de la ignorancia y del despotismo, siempre brutal y cruel. La Democracia: no siempre entendida como la concebimos hoy, era el menos malo de todos los gobiernos, y hoy, pese a sus detractores, sigue siendo una forma de organización social que atribuye la titularidad del poder a la ciudadanía. La tan denostada Democracia —notoriamente mejorable—es una forma de convivencia social de personas libres e iguales —ambos conceptos también mejorables.
En esencia tenemos una democracia y los políticos que elegimos, si bien, en sus quehaceres del día a día, uno piensa que debían mejorar ostensiblemente no solo en su ‘hacer’ sino también en sus formas. Se escucha, sin poder evitar el asombro, decir sin pudor alguno que nuestros políticos —españoles— “… son la “casta’ más dañina del mundo para su propio pueblo”.
No es cosa de romper una lanza a su favor, pero tampoco debieran ser la diana donde tengan que impactar esos dardos envenenados de odio: no es una “casta” amable y honorable, pero tampoco es esa “casta”… “la más dañina del mundo para su propio pueblo”. Miren en el entorno y vean. Si no se es capaz de ver las aberrantes atrocidades, de poco sirve que se mire. Tampoco es cuestión de poner las manos en el fuego por algún ciudadan@ que se cree dueño de la verdad absoluta de la sabiduría infalible y no se ahorra en adjetivos “descalificativos” para los adversarios — enemigos— en una manifiesta intolerancia que hace enrojecer el agua como en las bodas de Canaán.
Si los políticos, a los que libremente se eligen, son el paradigma de la tiranía, catalizadores de todos los males, usurpadores de los recursos públicos, creadores y divulgadores de mentiras, decapitadores de libertades… ¿Qué falla en este país? Una respuesta simplona seria : “Tenemos lo que merecemos”. Esa afirmación es inaceptable. Ningún pueblo se merece una clase política inepta y corrupta, prepotente y deshonesta.
“Los políticos son una representación de lo que es el español”. NO!!!. Nadie con un mínimo de sensatez y ética puede sentirse representado —identificado— con cierta “clase” de políticos. Y no me refiero a lo ideológico que pese a producir una manifiesta desconfianza, un potencial terror… cabe respetarlo.
“Somos un país de holgazanes y nos dejamos adoctrinar”. ¡¡¡NO SOMOS UN PAÍS DE HOLGAZANES!!! Es un parágrafo lleno de insensatez e indignante. Decir esto es no tener un elemental conocimiento de lo que se dice y una total falta de respeto hacia la población a la que se hace alusión. El uso del plural que es indigno e intolerable. Refiéranse, si así lo consideran oportuno, a su persona, pero no lo hagan extensible a toda una población, que en su mayoría luchó por sobrevivir en momentos muy adversos y crueles, siempre con la espada de Damocles apuntando a sus cabezas.
“… y nos dejamos adoctrinar”. Se dejó usted —o ustedes— adoctrinar… hable en primera persona, pero no lo generalicen. El adoctrinamiento es impuesto y aceptado por convencimiento, por ignorancia o por miedo. Por convencimiento es un acto inequívoco. Por ignorancia, fácil de inculcar cualquier ideología o creencia a una población mayoritariamente privada de conocimientos y cultura; sometida y aterrorizada es fácilmente manipulable y transformable en dócil.
¿Sabe usted —ustedes— que es el miedo? Esa emoción primaria puede ser tan intensa y desagradable que en ciertas circunstancias provoca un terror monstruoso. Desgraciadamente esa época de terror convirtió a muchos valientes en cobardes para librarse de una muerte segura. ¿Debemos juzgarles por un hipotético adoctrinamiento? Es una circunstancia difícil de valorar con objetividad desde la perspectiva actual, pese a las deficiencias del sistema, si no se pone en práctica cierta empatía.
¿Saben lo que decía mi abuelo que vivió, para su desgracia, varios conflictos bélicos? “Se es muy valiente mientras el machete no te acaricia la yugular o la soga no te envuelve el cuello”.
¡Qué fácil resulta hablar de lo que no se sabe y juzgar lo que se ignora!, para lo cual siempre existe una pregunta y nunca una respuesta.
*Dalia Coira Cornide es Licenciada en Pedagogía