La luz tamizada y el cromatismo que, con la delicadeza de amante, empieza a desnudar las caducifolias, nos indica que se está escribiendo el prólogo del invierno en la bimilenaria Lucus Augusti que se viste de luminosidad para celebrar su fiesta grande: el San Froilán. La ciudad adquiere un esplendor especial. Las calles se llenan de luminiscencia y bullicio, las plazas y terrazas de gente de acentos diversos; la ciudad ofrece historia y cultura, tradición y diversión, modernidad y vanguardismo… Tras dos milenios Lucus sigue siendo una ciudad abierta y acogedora que se despierta en su tálamo otoñal para celebrar el recurrente y consuetudinario evento que se remonta a 1754.
Mi recuerdo de infancia no tiene mucho que ver con lo vivido en las últimas décadas, no por ello menos entrañable, con muchas menos opciones, pero con una vivencia intensa que llenaba todos nuestros sentidos asombrando nuestra mirada ingenua con los espectáculos de malabares y magia que glorificaban la emoción de niños y de los no ya tan niños, que visto con las posibilidades de hoy, aquello parece una simple anécdota. Era —es— la primera festividad de la irisación otoñal donde las trompetas son heraldo que a la vuelta de la esquina haga su entrada triunfal el invierno, melancólica estación donde la lluvia florece, los sentimientos se velan de nostalgia y una tímida luz se refracta en el remanso de las argentadas aguas del Miño en su transitar perezoso a los pies de la Lucus de Augusto.
El evento que estamos viviendo ya se celebraba en la Edad Media, un importante acto —fiesta religiosa—, el día 5 de octubre en honor a San Froilán (Lugo, 833—León, 904). Froilán —el santo—, abandona muy joven la casa familiar y se fue de ermitaño a las montañas de O Cebreiro y El Bierzo. Según la leyenda, un lobo —muy abundantes por la zona— se comió el asno que transportaba la fortuna de Froilán. El felino fue conminado por el asceta y la fiereza del animal se transformó en mansedumbre y servicio y, desde aquel “glorioso” momento, portó con las alforjas llenas de libros que acompañaban al anacoreta en sus correrías apostólicas…y fue así como el felino permaneció a su lado pasando a la imaginaria cristiana como el inseparable acompañante.
Los actos, a la par que la feria, reunían a vendedores y compradores. Así, el festejo, que duraba solo un día, a partir del siglo XVIII se amplió a varias jornadas, dando lugar a una unión entre lo sagrado y lo profano, tal cual lo conocemos hoy en día. En el trascurrir del tiempo, lo religioso y la feria perdieron protagonismo a favor de la fiesta, sin olvidar que el pilar de la fiesta fue la feria, se trata de un evento colectivo en el que participan los ciudadanos de Lugo, las instituciones —el Concello como primer impulsor—, las asociaciones, los comerciantes… y un infinito número de foráneos.
Mucho se ha evolucionado en actos y actividades, haciendo del San Froilán una fiesta única con un amplio abanico de actividades lúdicas y culturales. Atrás —muy atrás— quedan aquellos tiovivos —carrusel—, una plataforma rotatoria con caballitos de madera desplazados mecánicamente hacia arriba y hacia abajo simulando el galope de los corceles. Es difícil, en estos tiempos que apremian, la prolífera “policromía” del momento, no nos retrotraiga en el tiempo a un ritual anclado a la memoria y a veloces evocaciones que han impregnado los sentidos de nuestra infancia. ¿Qué sucedía con el “pozo de la muerte”?. Ante aquel ruido estrepitoso, donde prevalecía la curiosidad sobre el miedo. Aquel cilindro de madera nos atraía en la misma medida que nos producía un escalofriante vértigo, por cuyas paredes verticales trepaban las motocicletas, a una delirante velocidad, realizando fantásticas acrobacias, que asombraban nuestras incrédulas miradas a través de unos dedos que intentaban cubrir los ojos… Nada sabíamos entonces de fuerza centrífuga.
El pulpo y San Froilán. El cefalópodo se convirtió en el ‘manjar’ obligado, pero nunca coincidió con el ermitaño hasta que, de un tiempo a esta parte, se hicieron inseparables. Si bien en el Medievo, los gallegos consumían pulpo fresco o seco que se comercializaba en ferias y mercados y estuvo catalogado como ‘comida de pobres’ junto con el bacalao, hasta bien entrado en siglo XX. Cómo cambian los tiempos y el paladar se amolda, a través de una vital información que prepara los sentidos sin prejuzgar que ‘el gusto’ tuviera un antes o un después. Las primeras referencias escritas de cómo el cefalópodo se introdujo en el ‘menú’ del San Froilán se remonta a finales del siglo XIX, cuando los locales y foráneos participaban en el bullicio, se abastecían del producto en los puestos a tal efecto portando sus cazuelas de barro para llevarse el molusco preparado según la tradición: ‘pulpo a la gallega’ —ou pulpo/polbo á feira—, la forma más común de preparar el cefalópodo octópodo —octopus vulgaris—, conocido popularmente como ‘polbo’ cuyo término provocó un dilema lingüístico entre los términos ‘polbo’ y ‘pulpo’, no exento de cierta ironía, en los círculos de Normalización Lingüística. Retomando la historia y haciendo hincapié en un texto del siglo XII (catedral de Santiago) que dice: ‘Un pulpum grande custaba non máis de dous denarios’. Otro documento de 1216 (Monasterio de Caaveiro), reza: ‘…duas duzeas de pulpo’. Si bien, teniendo en cuenta el razonamiento del señor Méndez Ferrín, el debate no procede; nos remite al término latino, a la etimología: latín: ‘polypus’, que a su vez proviene del griego ‘πολύπους’ (muchos pies) – castellano: pulpo, gallego: polbo, portugués: polvo… La última palabra la tiene la RAG: polbo. Pero no olvidemos que existe un habla coloquial y un lenguaje escrito.
Después del suculento almuerzo, un romántico paseo por el adarve de la muralla romana, Patrimonio de la Humanidad, la única del territorio del Imperio que conserva todo su perímetro y en su recorrido nos permite fantasear con otros tiempos, imaginarnos dos mil años de historia ante nuestros ojos.
Hubo un tiempo en que una dama de lágrima fácil siempre se hacía presente con su tul en cascada cubriendo la ciudad de viscosa melancolía y en dramática danza, para desazón de los que para la ocasión vestían sus mejores galas; la inoportuna visitante empapaba sus trajes haciendo que su, de exigua calidad, se enroscara sobre sí misma y se produjera una considerable mengua. La lluvia en San Froilán dejaba de ser una maravilla.
Dalia Coira Cornide es Licenciada en Pedagogia*