Cuenta una leyenda, que nunca nadie escribió, la historia de un ser diminuto, insignificante, imperceptible, que apareció en la infinita belleza, la excelencia… del Universo.
Aquel ser diminuto permanecía sumido en un largo y profundo sueño desde la noche de los tiempos, acurrucado en la oscuridad de una cueva fría, enmohecida, sin más vida que la de su carne. Una mala noche, Algo Muy Grande lo descubrió y se apiadó de su lastimera situación. Le despertó y lo quitó de la cueva… de las sombras tenebrosas de su inercia existencial.
Algo Muy Grande, benevolente e inspiradora, le mostró una luz fulgurante y el camino para seguirla. Un camino gallardo, cálido y apacible, impregnado de su propia grandeza. Y aconsejó, instruyó, e invistió al ser diminuto de su enorme poder: La Razón.
El ser diminuto observaba maravillado aquel mágico sendero de luz, a los seres que lo recorrían, las plantas, las aguas, el aire… Y caminó despacio, se reprodujo y llenó el camino de seres diminutos. Cuanto más caminaba más apuraba el paso, y crecía… y crecía su egoísmo y estupidez. Y deseó poseer toda la grandeza. Quiso volar como las aves y construyó alas. Quiso nadar como los peces y fabricó branquias. Quiso correr como los antílopes y creó ruedas. Cuanto más creía que se engrandecía más construía, destruyendo a su paso el camino de luz… y a todos sus seres.
Algunos seres diminutos, eclipsados ante el poder del primigenio ser, le siguieron y, junto a él, construyeron y destruyeron. Los pocos seres diminutos que no se apartaban de la luz, aquellos que dejaban escrito, con sus brillantes antorchas vitales, sus nombres a lo largo del camino, aquellos que sanaban, instruían, y avanzaban hacia la claridad, eran muy pocos, demasiados pocos para seguir iluminando.
El ser diminuto, y su ejército de constructores de tinieblas, deseaba poseerlo todo, anhelaba ser más grande que Algo Muy Grande… quería ser Dios. Ante las sombras de la barbarie que el ser diminuto había dejado a lo largo del camino de luz, Algo Muy Grande lo llamó a su presencia, y le ordenó que borrase sus oscuras huellas del camino, y volviese a pisar en la luminosidad. Pero el ser diminuto, y su ejército, la desoyó, y siguió corriendo en su sendero de muerte y destrucción. Y… Algo Muy Grande, harta de su perverso egoísmo y endiosamiento, se encolerizó, accionó el interruptor, apagó la luz… y le abandonó.
La Tierra, sumida en la niebla, el saqueo, y el dolor, se solidarizó con Algo Muy Grande, y le guiñó una tristeza, se quitó sus zapatillas azules de bailarina, dejó de dar vueltas alrededor de la pista del Sol… y se paró. Y… los seres diminutos desaparecieron de su carnet de baile. Y… los pocos que sobrevivieron volvieron a la oscuridad, a la carne sin inteligencia, sin alma… a la cueva en donde Algo Muy Grande los había descubierto.
Algo Muy Grande se llamaba Humanidad y el ser diminuto se llamaba Ser Humano.
Cuenta la leyenda que… vieron a Humanidad, Algo Muy Grande, sentada en un banco del Universo, buscando algún lugar, algún otro ser, al que mostrar su camino, y la luz de la existencia inteligente… racional.
Aquella leyenda de los seres diminutos, fue la historia más triste jamás escrita. Pero… dicen en el Universo, que cada noche, sentada en el lecho de la Luna, escuchan a Humanidad, Algo Muy Grande, contar leyendas entre lágrimas de luz, y repitiendo sin cesar: “ De todas las sombras de la inmensidad del Universo, nadie jamás fue más lejano y oscuro… que la inequívocamente fallida Raza Humana”.
Copyright- María Purificación Nogueira Domínguez.