Obsolescentes – Ana Aller

imageTIEMPO DE CEREZAS

 Obsolescentes  Ana Aller *

Cada vez que llegaba a su casa, la de sus padres, la suya de siempre,  en la que habitó y jugó de niño, haraganeó de adolescente, y hasta maduró al ir haciéndose adulto, esa casa en la que ahora, además del padre, habitaban bellos fantasmas, si es que existen fantasmas así, que si, que es posible, o al menos él así lo sentía en sus tripas al cruzar el umbral de la puerta del decimotercero piso letra C, donde todavía le parecía  escuchar su voz grave y firme pronunciando su nombre con emoción contenida, tan lúcida ella como El Paseo de la Castellana en Navidad, y tan hermosa tras los ojos ciegos, y aún al pisar la alfombra que ella comprara antaño con su primer o segundo sueldo de maestra, a él le parecía verla allí delante, tan próxima y viva, tratando de  erguirse en el sillón de orejeras de la sala, exhausto el cuerpo vencido, pero ansiosa por abrazarlo, por intuirle aquellos ojos verdes que eran los de ella y que también eran los de la tierra de pinos, mar y lluvias donde había nacido, aunque la mácula marchita ya no le permitiese ver más que niebla y sombras; ansiosa por acariciarle la barba con sus trémulas manos, de una piel adelgazada y fina, manos de sinuosos caminos de sangre azulada, de vejez terminal, esa enfermedad que acaba por consumirnos y convertirnos en un puñado de memoria y ceniza.

Esas sensaciones extrañas y mágicas le invadían de una congoja que se le situaba en el mismo epicentro del corazón. Era la pena. En ese tiempo todavía de duelo, la pena, la melancolía, la nostalgia y la añoranza habían anidado en su interior. La echaba de menos cada vez que volvía a la casa,, esa que ahora era de su padre y de él mismo y donde parecían escucharse por entre sus paredes, puertas y rendijas, ecos y evocaciones del mucho tiempo que se tuvieron y se disfrutaron.

La vejez es una mierda, pensó, y la idea le revolvió las entrañas. Abrazó a su padre, al verlo allí, de pie, esperándole con anhelo cuasi infantil, con toda la ternura y cuidado de que era capaz, no se le fuera a romper una escápula o a dislocar un hombro con la fuerza del amor que le inspiraba. Un amor diferente al de antaño, más tierno y maduro, más consciente y algo doloroso, al que su padre se aferraba con fuerza desmedida y al que él correspondía con la misma intensidad, tal vez porque sentía que amenazaba con escapársele por entre los dedos. Se dio cuenta que el tiempo había ido huyendo vertiginosamente hacia el abismo, hacia la Nada. Tempus fugit et nos cum illis, se dijo, qué jodido es esto de ver como te consumes papá, cómo te has venido abajo desde que ella se fue, aunque yo trate de suplir su constante esfuerzo por mantenerte activo y erguido, pero ¡qué difícil me resulta!.

Era así cada vez que atravesaba aquella puerta al entrar cada fin de semana; pero también era así al marcharse. El paso del tiempo, implacable y cruel iba depositando su huella en las tapicerías, en las cortinas, en los muebles, en los innumerables libros que poblaban los anaqueles de altas estanterías y donde forjó, con el inestimable esfuerzo y ayuda de sus padres, su espíritu crítico y su ser de rata de biblioteca; en aquellas alfombras, tan turcas como añosas; en aquella reproducción de La noche estrellada de Van Gogh enmarcada en pan de oro y que tanto le había fascinado y amedrentado cuando niño, pero que le había llevado, al fin y al cabo, a descubrir el impresionismo y lo que vino después:, su pasión por el arte; y también y sobre todo, en las neuronas gastadas y lentas de su padre. El tiempo, inexorable, ajaba y deshacía su niñez, su adolescencia, su etapa de estudiante universitario -cuántos momentos inolvidables- ¡su vida, al cabo!, y parecía convertirlo todo en minúsculas migajas que parecían querer rodar hasta el cubo de la basura con los restos orgánicos de comida. Todos aquellos años de infancia y juventud, hasta el mismo día en que la vida lo destetó definitivamente y lo envió a ganarse su primer sueldo en un puesto de penene en la Universidad de Santiago, se posaron de repente como un golpe de mar en su línea de flotación partiéndole en dos el casco del alma.

Con la congoja punzándole la dermis, se paró frente al espejo del recibidor. La consola de caoba negra con los candelabros de plata, regalo de boda del tío Manolo a sus padres, enmarcaron un rostro taciturno. Se escrutó despacio, voy mayor, pensó, miró a su padre de reojo y lo percibió anciano. Le oyó decir con total lucidez, por enésima vez aquello que le escuchara tantas veces, estamos mal diseñados hijo, somos obsolescentes programados, como los aparatos eléctricos y las bombillas. Rieron. Volvió al espejo y a sí mismo y cayó en la cuenta en ese instante de que él no tenía descendencia. Morirte papá, tienes que morirte, tenemos que morirnos… qué putada papá, pensó para sí, ¡joder! cómo te echo de menos ya y aún no te has ido, pero morirse sólo como yo, concluyó,va a ser putada y media. Y volvió a abrazar a su padre con la fuerza de su angustia para no dejar que la vida les robase ni un sólo momento más.

– Anda, vamos a comernos esa tarta de Santiago que he traído y que tanto nos gusta.

Y se la comieron como quien quiere comerse el mundo.

* Pseudónimo de Alicia Lago 

Acerca de Contraposición

Un Foro de Estudios Políticos (FEP) que aspira a centrar el debate sobre los diversos temas que afectan a la sociedad desde la transversalidad, la tolerancia, la libertad de expresión y opinión. Desvinculado de corrientes políticas o ideologías organizadas, pero abierto a todas en general, desde su vocación de Librepensamiento, solo fija como límite de expresión, el respeto a las personas y a la convivencia democrática. El FEP se siente vinculado a los valores republicanos, laicos y civilistas como base de una sociedad de librepensadores sólidamente enraizada en los principios de Libertad, Igualdad, Fraternidad.
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