Los sueños en la vida son metas inalcanzables, libertades soñadas en el limbo de un delirio sin fiebre, entelequias robadas a las esencias de la razón, lo único que por entero nos pertenece sin las interferencias anquilosantes de un rol impuesto, canon establecido que atrapó y fagocitó el ensueño.
Mitificamos a las personas, una obra de arte, un paisaje… creamos en nuestra mente un Edén donde el color muta según sea la paleta en que lo mezclemos. La sobredosis de una exagerada valoración distorsiona la realidad, pero nuestro ensueño no nos permite verla tal cual es. Se está a un paso de la fabulación. Nos inventamos historias, creamos mitos, preguntas que la razón no alcanza. Preguntas complejas y que, a veces, hasta parecen inteligentes… y en un tiempo nimio de haberlas formulado, están obsoletas, o son, simplemente, errores… acciones que no debían haber sido ejecutadas y se vuelven irreparables generando el desasosiego de la conciencia.
Simón, encendió el último cigarrillo, alejado, prudencialmente, del cortejo que arropaba el ataúd de Tania. Apenas habían transcurrido veinticuatro horas… se deleitaban aducidos por los sueños de Morfeo. No hubo consumación, un exordio quebrado por una súbita indisposición. ‘¡Qué oportuna la dama de las Tinieblas! Y yo… ¡qué cobarde! ¿Cómo pude dejarla sola? Ya no importaba. Y de no haberlo hecho, ¿cómo justificaría allí mi presencia? En su casa que no es mi casa… entre sus cosas que no son mis cosas… en un aire compartido…, que no era mío ni suyo… testigo de fugaces preámbulos… sin epílogos ’.
Preguntas y reflexiones suspendidas en el céfiro de su cerebro.
Se frustró aquel almuerzo. Y ahora estaba allí, estático, lamentándose de la saliva derrochada, de los besos malgastados, de inútiles horas y malsanos sueños. Nadie sabrá jamás que él fue el último ser que la ha visto con vida. Nadie podrá juzgarle ni recriminarle algo, porque Tania estaba sola…, ‘sí, estaba sola, ¡demasiado sola!… Apurábamos una copa de vino… como prefacio al suculento almuerzo que nos aguardaba cuando, de repente, le surgió un inesperado malestar…; ya no pudo llegar al dormitorio… Nadie sabrá que mis brazos la llevaron hasta él… después de que el primer beso desencadenara todo un renacer de sensaciones’. ‘Tania palidecía en el tálamo sobre blancas sábanas sin mácula, sin hálito, con la mirada clavada en mi rostro sin verme… ’.
Se relaciona al soñador como alguien que está más cerca de la locura que de la cordura… y de repente aparece aquello que lo deturpa todo.
Suena un teléfono en el salón donde estaba dispuesta la mesa para el almuerzo. Lo mira, pero no lo toca. Se corta la llamada, diez segundos después, vuelve a sonar. Se dispone a guardar uno de los servicios. Deja solo uno, el que presumiblemente iba a servirse la comida Tania. Las copas están casi vacías de aquel vino que él tan gentilmente había traído para la ocasión. Vacía una, la enjuaga y la coloca en el mueble.
Regresa al dormitorio cuando las livideces del rostro de Tania dan pasa a un acerado blanquecino de su piel, y pensó: ‘la fase agradecida de la muerte donde el rostro recupera una inusual belleza y la placidez del sueño…, mas no… no fue nuestro día Tania, debía haber cancelado a tiempo este encuentro… puede que nunca debiera de haberlo concertado… ¿o sí? Nunca lo sabré… La vida escribe destinos en reglones torcidos y evapora sueños en la calima de su cenit’.
El soñador trata de intimidar a la tristeza, ese indómito ente que nace en las entrañas y genera un irreparable daño que el alma humana es incapaz de gestionar. Turbias son las palabras que emergen burbujeantes, hirvientes… como lava devastadora que cercena el alma en un tiempo sin espacio, un momento único en que el recuerdo se tornó daga y el frío filo del acero, con precisión de cirujano, todo lo va seccionando… y entonces surge el ¿por qué?
‘¿El por qué de qué? En un día sin mandato en una tarde sin orden… ¡No! He puesto todo en su lugar. Nada podrá delatar mi presencia en su apartamento. Nadie me había visto entrar. Nadie me había visto salir’.
Como tampoco nadie había reparado en su presencia. Una figura anónima y huidiza entre los recovecos de las tumbas al amparo de la sombras de los cipreses.
El quebrado eco del ataúd al ser empujado dentro de la hornacina le hizo exclamar, hasta con cierto júbilo: ‘¡Se acabó! De la misma manera que acabó la utopía de un sueño que no fue, que bien pudo haber sido…!’
Dejó de prestar atención a la escasa multitud que poco a poco se iba alejando del mausoleo y abandonando la necrópolis por la gran avenida central de bien cuidados cipreses, estoicos testigos de enterrados sueños a los que ya nadie prestará atención alguna. ‘Como el sueño de Tania que se apagó en mis brazos… sin más… y por la que nada hice, porque aquel no era el lugar…, aunque sí fuera el momento. Mas… nada hice… Simplemente no lo hice ¡Ah! Y… ¿dónde está ahora mi lugar cuando ya no hay momento?’
Su mente vuelve a aquel apartamento, al minúsculo salón-comedor donde todo lo había dispuesto Tania… a un dormitorio sobre cuya cama la dejó desvanecer hasta exhalar el último aire sin un lastimero quejido. Recordó como la dócil palabra se hizo silencio, como la mano tierna se hizo inerte, como la diosa de sus sueños, con poderosa convicción de los postulados soñados, se desvaneció en la nada.
En su mente palabras memorables en sí mismas con la misma fuerza para el encanto y la emoción como de sumarias sentencias que atenazan como grilletes la esperanza.
Son máximas que hacen girones el alma.
Aforismos que lapidan los sueños.
Axiomas que mata la esencia…
El contacto de una mano gélida le atenazó el brazo y aquel inusitado frío recorrió su cuerpo a la velocidad del más potente anestésico… y un leve giro de cabeza… Una anciana de pelo blanco, ojos de agua, de inusitada palidez…y en un halo de vaho exhalado de entre sus finos labios, musitó: ‘Estabas allí… y todavía no era su hora…’
*Dalia Coira Cornide es Licenciada en Pedagogía