En aquel tiempo de una virulencia mortífera…
Todos los días eran una lánguida epopeya, todas las noches eran una eterna vigilia… y siempre se nos olvidaba rezar a los pies de la cama. Teníamos una sola tarea y un único sueño: sobrevivir.
Ser anciano era sinónimo de sabiduría… y de vulnerabilidad, y durante muchos días y noches, murieron… muchos sabios vulnerables. Los cementerios de muertos estaban vacíos de vivos y los cementerios de vivos estaban llenos… de muertos. Los jóvenes teníamos dos salvoconductos, uno para seguir vivos y otro para ver morir a nuestros mayores. Éramos los huérfanos de la Resistencia.
Los sabios ancianos, los pocos que lograron mantenerse a salvo, nos ocultaron para protegernos y salvaguardar nuestra especie. Pero, un año tras otros, el virus continuó azotándolos hasta que desaparecieron, casi en su totalidad, y con ellos… nuestro amparo.
Los jóvenes permanecimos confinados en las viviendas de todas las ciudades y pueblos del planeta, alimentándonos de la productividad con la que los sabios ancianos llenaron nuestras despensas… hasta que comenzaron a vaciarse.
El aislamiento social, la miseria económica, la tristeza, la desesperanza… y el miedo, asaltaron nuestras vidas, y, en algún momento, dejó de importarnos tener acceso a la tecnología: internet, televisión, teléfono… y a las necesidades más básicas: luz, agua, gas… Dejamos de repasar los recuerdos de las vivencias pasadas con nuestros sabios ancianos. Olvidamos las letras de las canciones que nos habían enseñado, y no volvimos a cantar “Sweet Home Alabama”, el “Campana Sobre Campana”, el “Imagine” de Lennon… y el estribillo de “Pokémon”. Y fue en ese tiempo cuando, también, dejamos de llorar… a los muertos.
Durante más de cinco años… los jóvenes nos mantuvimos recluidos en los nichos viviendas de los cementerios urbanos y rurales. Contábamos el sustento de las despensas semivacías… y contábamos a los sabios ancianos que se marchaban resignados… cuando su calendario les gritaba al oído que cumplían cincuenta años.
Un día cualquiera… la vida se paró. La contaminación que dejaban cientos de miles de cadáveres y la hambruna, convirtieron a la mayoría de mujeres y hombres, en edad fértil, en estériles… y apenas nacían niños. Y, por el contrario, nuestra ausencia en el exterior hizo que la Naturaleza recobrase su primigenia fertilidad y fuerza.
Las ciudades y pueblos se cubrieron de árboles, flores, maleza… que trepaban por los edificios y viviendas unifamiliares, entraban por las ventanas, se sentaban en los sillones, expropiaban los retratos colgados de las paredes, dormían en las camas, y cientos de nidos de aves ocupaban los balcones.
Los caminos, calles y carreteras, se vistieron con un manto verde, por cuyas alfombradas hojas, hierbas y arbustos, corrían festivos cientos de animales: osos, lobos, ciervos, jabalíes… Y muchos más cientos de insectos, en filas, cruzaban los pasos de peatones, custodiados por miles de abejas que, igual que drones, los guiaban.
El cielo, más limpio que el oro, observaba con sus brillantes ojos azules, el vuelo acrobático de infinidad de aves. Las gaviotas invadieron los arenales de las playas, y los animales marinos, en interminables bancos, adornaron las profundidades y superficies de los mares con sus acuáticas danzas. Las aguas de los ríos eran tan limpias que los senderos verdosos, que controlaban su tránsito, se apartaban para dejarles paso hacia el mar, cuyos dedos de ola se enfundaban en guantes de espuma… para no mancharlas. La Naturaleza estaba más viva que nunca… y los seres humanos tan muertos… como siempre.
Y así empezó nuestro éxodo…
Los jóvenes más fuertes transportamos a los niños más pequeños, salimos de nuestros escondites, escapamos a la vigilancia de los obesos buitres y las golosas ratas, que custodiaban las entradas y salidas de todos los cementerios rurales y urbanos humanos, y huimos a los lugares más recónditos del planeta: bosques, selvas, montañas, a donde ni el mortífero aliento del virus ni la mano del hombre habían llegado.
Todos y cada uno de nosotros adquirimos un único idioma, y enarbolamos una sola bandera: la supervivencia. Abandonamos nuestras religiones y creencias… y descubrimos que no había un Dios en el Cielo, sino que había una Diosa en la Tierra: La Naturaleza. Aprendimos a quererla y a respetar a todos los seres vivos que habitaban en ella. Nos quedamos en nuestro espacio humano, y nos educamos en las escuelas y universidades vegetales, aprendimos a cultivar los campos, a buscar las hierbas que nos sanaban… y nos graduamos en agricultura y nos doctoramos en medicina verde. Y… así logramos sobrevivir.
La sabia anciana cerró las hojas de papiro del libro verde y las guardo en una caja metálica, heredada de la antigua civilización humana. Aquel era el legado de sus antepasados, el libro sagrado de la supervivencia… Aquel día cumplía cincuenta años y tenía que asumir su inminente, y posible, fin existencial. Miró a los niños y niñas y a los adolescentes, de entre uno y veinte años, que se reproducían con lentitud… pero no se extinguían. Los trescientos dormían plácidamente sobre sus jergones de paja y se cubrían con esterillas de coco. La sabia anciana se acostó… y comenzó a orar: “ Madre Naturaleza, que estás en la Tierra, protege a estos humanos en tus cálidas cuevas, aliméntalos en tus verdosas tierras, no les dejes caer en la egolatría, la avaricia y la estulticia… y líbralos de su propio mal… Amén”. Y los brillantes dedos de la Luna entraron en la enorme cueva, acariciaron su rostro cansado… y cerraron sus ojos.
Desde la incertidumbre de un posible futuro… ¿de ficción?
María Purificación Nogueira Domínguez.