La historia se repite con la misma tozudez que la estupidez humana. Hace cien años con motivo de la gripe que asoló el mundo y que dio en llamarse “española” (por la simple razón que España se hizo eco de la noticia, pues Europa estaba más o menos sometida a censura militar por la guerra), la mayor barrera frente a su proliferación fue el uso de mascarillas y el lavado reiterado de las manos.
También entonces individuos estrafalarios ofrecían remedios “milagrosos” al margen de la ciencia y colectivos contrarios al uso de la mascarilla negaban el problema, tal como los que hoy pululan bajo la batuta de iluminados. En algo empeoramos. No hay antecedentes en la época de responsables políticos homologables a individuos tan nocivos y siniestros como Boris Johnson, Donald Trump o Bolsonaro. En paralelo ayer como hoy, la Ciencia (con mayúsculas), con modestia, rigor y sin dogmas trabaja para frenar la sangría vírica.
Son tiempos crispados por el exabrupto de los que pretenden con mobiliario anacrónico, presentado como novedoso, decorar el futuro. Se habla de construir una nueva normalidad cuando tantas cosas han cambiado. Pero la mediocridad imperante, la ausencia de visiones amplias con de altura de miras, hace sospechar que la nueva normalidad propuesta solo ambiciona hacer normal una población embozada, reducir el afecto a toques de codo, implantar la precariedad como norma, o dar como natural que la memez caótica de la Sra. Ayuso aporte clérigos y no sanitarios al sistema sanitario público madrileño.
Einstein decía que el primer cuarto de siglo marca el devenir de una centuria. Los antecedentes de este no pueden ser peores…Su primera década conmocionó la economía con la Gran Estafa. Un feroz tsunami que agrietó los pilares de la democracia erosionando derechos cívicos y conquistas socio-laborales que refieren un estado de bienestar. Sin apenas reponerse de tal cataclismo, que fue de obsceno beneficio para los poderosos agigantando la brecha social, una pandemia de etiología no plenamente identificada e incursa en sospechas, irrumpe en la guerra económica que sucede a la llamada “fría”. Lo hace en plena pelea por la hegemonía mundial en un ring donde el que defiende el título trastabilla casi noqueado y el aspirante muestra aun limitaciones.
De la experiencia de la gripe española poco hemos aprendido. Menos todavía en orden a afrontar un cambio de ciclo político que arrumba en el baúl de los recuerdos soluciones y comportamientos marchitos. Es patético aferrarse a mecanismos que habiendo sido muy útiles, necesitan acomodarse con urgencia a tiempos con retos y dinámicas distintas.
Por vía de ejemplo el corsé de una monarquía que tiene el mismo olor que Dinamarca para Hamlet, algo que en frase de Fouché, “es peor que un crimen, es una estupidez”. Similar a la de mirar hacia otro lado cuando quien fue Jefe del Estado instaurado por el sátrapa más sanguinario de la historia de este país y proclamado por sus procuradores a Cortes, apalea un dinero cuyo origen se presume muy sucio con razones sólidas. Algo degradante en quien ejerció tal magistratura, por mucho que haya quienes oficiosamente insistan tozudos en lavar su imagen y la de una institución, con trazas de negocio familiar, con majaderías del calibre de “republica coronada”.
Es absurdo pretender que un país casi paralizado, desconcertado y al borde de la quiebra continúe su vida cual si no pasase nada. Anclándolo suicidamente en la inercia de viejos hábitos y prácticas. O bloqueado por partidos políticos que entendieron la pandemia como un elemento de erosión del gobierno. Con absoluto desprecio de lo que esta representa para la sociedad y su futuro. Llegando en su irresponsabilidad a convertir la aprobación de unas cuentas públicas de especial trascendencia para superar el drama, en Campo de Agramante.
Si alguien cree que el futuro de España cabe escribirlo de juez en juez por corruptos reclamando favores previos, nos llevaría a Dickens, “era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura”. Si alguien confunde la política en tiempos de cólera con bronca tabernaria y exhibición navajera. Si alguien confunde la mezquina zancadilla con la política, cuando millones de compatriotas contienen la respiración pensando el futuro y la precariedad en muchísimos hogares,-millones-, pone en riesgo disponer un plato de comida en la mesa… Si este es el criterio que alberga parte importante de la dirigencia con la que nos toca convivir, quizás llegó el momento de practicar una máxima marxista, “que se pare el mundo, que yo me bajo”…
Por supuesto, doctrina marxista, del señor Groucho Marx.
*Antonio Campos Romay ha sido diputado en el Parlamento de Galicia.